El Titanic se
deslizó hacia el agua como si fuera una enorme bestia. Para controlarlo
hicieron falta pesadas cadenas y anclas. La gente, desde el muelle, celebraba
el magno acontecimiento. Nadie podía pensar que aquel transatlántico
considerado un milagro de la técnica no tardaría ni un año en hundirse en las
profundidades marinas. Y con él, sus 1.500 pasajeros.
Más de
100.000 curiosos viajaron el 31 de mayo de 1911 hacia Belfast, capital de
Irlanda del Norte, para contemplar la botadura del barco. En sólo 62 segundos,
el buque bautizado con el más moderno del mundo se arrastró al agua desde su
estructura.
Las cifras
de aquel día suenan imponentes aún hoy. El Titanic medía 269 metros, pesaba
24.360 toneladas y en su interior todavía no se habían completado sus
espectaculares camarotes de lujo, restaurantes y una sala de
gala. Los trabajos terminaron en los diez meses siguientes. Para lanzar al
agua a este gigante fueron necesarias 23 toneladas de talco, aceite y jabón.
La presentación
del barco de vapor, a las 14:15 horas locales, fue un acontecimiento
mundial. Sólo unos pocos de los 100.000 visitantes encontraron sitio en el
muelle Albert Quay de Belfast.
Para
evitar el bamboleo del buque se utilizaron pesadas anclas y cadenas, hasta que
después, unos barcos de arrastre condujeron el barco hacia aguas más profundas.
El Titanic reunía los últimos estándares tecnológicos, las más estrictas
medidas de seguridad y había sido diseñado por los ingenieros más prestigiosos.
Por
fin, el 2 de abril de 1912, el Titanic ya completo comenzó su trayecto desde
Belfast a Southampton. Y desde allí, el 10 de abril partió en dirección a Nueva
York. La historia que sigue es ya leyenda: en la noche del 14 al 15 de abril,
el barco supuestamente inhundible chocó contra un iceberg. Menos de un año
después de su primer contacto con el agua, el Titanic desaparecía en las
profundidades del océano.
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